Caleidoscopio

Fragmentos de interior

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La isla de O

A veces cuesta escribir.

Hay veces en que las palabras se demoran en el desván, y aunque uno se asome a ver qué hacen, ellas se esconden entre viejas lámparas, detrás de cortinas polvorientas o disimuladas entre las sombras de olvidos archivados.

Esas veces en que no salen las palabras ni de entre los baúles siete vueltas de candado ni junto a cajones doble fondo con secretos, es mejor permanecer callado, esperar junto a la playa de la boca y a lo lejos veremos cómo se acerca en su isla de silencio la letra que faltaba.

La isla de o
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A veces no me salen las palabras. Pero entonces me doy cuenta de que las letras siempre vuelven de su isla.

roma amor
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SPQR

En Roma hay un misterio que me asalta a cada paso.
A veces asoma en los lugares más inesperados, antes de cruzar un semáforo, a la entrada de una panadería, junto a un grupo de turistas desprevenidos que toman fotos sin darse cuenta de que el misterio acecha junto a sus pies.
Noto su presencia allí donde miro y nunca deja de sorprenderme su repetitiva insistencia. Sé que me quiere decir algo, pero los retazos que me llegan no completan el puzzle de su misterio.

Una vez, junto al Palazzo di Giustizia oí entrecortadamente lo siguiente: “sabrás perdonar quinientas rencillas”, pensé que se trataba de un veredicto de un jurado, puesto que al levantar la vista una ventana quedaba entreabierta. Otro día, agachada mientras me ataba un zapato, a mi espalda sonó de nuevo esa voz: “sube para que reanudes…” me giré rápidamente y allí no había nadie. Pasando ante una pescadería en el Trastevere la voz me volvió a tirar de la manga: “siete peces que relumbran” me dijo entonces, efectivamente aquellos pescados brillaban al sol de la mañana. Empecé a considerar si aquella voz me narraba lo que sucedía a mi paso, un narrador oculto que me rozaba con frases en la nuca.

Algo hay en Roma que reclama mi atención.

“Sueñas para que respire” es el soplido que me ha despertado esta mañana. La voz respira, me susurra, me tira de la manga, la voz me asalta y me dice “sabrás por qué recuerdas”, y yo pienso y me pregunto por qué recuerdo, y cuando parece que todo cobra sentido, doblo la esquina y oigo: “siembro patatas que rebotan” … y ahí ya lo dejo, me pongo mis cascos, subo el volumen y aunque noto el aliento en mi nuca me digo “sigue, pasea, ¡qué Roma!”

Y aunque ya no lo escucho atrás quedan “sesenta pasillos que recorrer”, “serpientes patilargas que reman”, “siempre pensabas quimeras romanas”, “seniles persianas que ruedan”, “sus primaveras quedarán resguardadas”, pero ni serpientes ni quimeras, ni pasillos ni persianas me dan las claves para resolver el misterio, y yo sigo y me paseo y me digo ¡qué Roma!

Definitivamente, Roma me quiere decir algo.

SPQR
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Puerta

Tras la puerta, los secretos.

Cada día, durante los seis años que pasé en Alliaga, aquella puerta permaneció cerrada.

Un domingo a las cinco de la tarde, la puerta se hizo a un lado.

Durante un instante resplandeció un secreto bañado por la luz cálida de Alliaga.

Puerta
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Leyenda

En la Tierra de Hielo
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En la Tierra de Hielo había tres caminos: el camino del Norte, aquel que llevaba a las Tierras Altas; el camino de la caza, marcado por un color rojizo; y el camino de la despedida, que solo se recorre una vez.

En la Tierra de Hielo todos los caminos eran producto de años de búsqueda y experiencia. Nadie osaba tomar ningún otro sendero que no hubiera sido previamente marcado por el paso del hombre.

Pero un día diez viajeros fueron vistos en las cercanías de la ciudad. Andaban en fila, unidos por cuerdas, como si de presos se tratase. Pero no seguían sendero ninguno y ninguna huella quedó marcada en la nieve.

Hay quien dijo que eran diez excursionistas muertos hacía cincuenta años; otros aseguraban reconocer por sus rostros las divinidades de otros tiempos… Pero lo que nadie imaginó nunca es que había sido un espejismo provocado por su ansia de libertad.

Un nuevo camino había surgido, un camino infinito, eterno, un camino a ninguna parte y a todas partes a la vez.

(escrito en París, abril de 2002)
(Foto sacada de una revista de viajes) Pincha la imagen para agrandarla.

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Dans la Terre de Glace il y avait trois chemins: le chemin du Nord, lequel conduisait aux Terres Hautes; le chemin du braconnage, marqué par la couleur rouge; et le chemin des Adieux, qu’on prenait seulement une fois.

Dans la Terre de Glace, tous les chemins provenaient d’années de recherche et d’expérience. Personne n’osait en prendre aucun autre qui n’aurait pas été marqué par le pas des hommes.

Mais un jour, dix voyageurs ont été vus dans les proximités de la ville. Ils marchaient en file indienne, unis par des cordes, comme s’il s’agissait de prisonniers. Mais ils ne suivaient aucun chemin et aucune trace ne fut marquée dans la neige.

Certains disaient qu’ils étaient dix excursionnistes morts il y avait cinquante ans. D’autres assuraient reconnaître dans leurs visages les divinités d’autres temps… Par contre, ce que personne n’a jamais imaginé c’est que c’était un mirage provoqué par leur envie de liberté.

Un nouveau chemin était apparu, un chemin infini, éternel, un chemin pour nulle part et pour toutes parts en même temps.

(écrit à Paris, avril 2002)
(Photo d’une magazine de voyages) Clique sur l’image pour l’agrandir.
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Objetos animados III

A veces las piedras sonríen.

Columnas en Villa Adriano

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Una pequeña historia:

No hace mucho, estaba dando yo un paseo cuando me encontré con la primera piedra.
-Hola, le dije.
-Cuéntame algo, me contestó.

Yo, poco acostumbrada a estas peticiones pétreas le dije lo primero que me pasó por la mente:

-El Coliseo está hecho una ruina.

Y así se le quedó la carita a la pobre.

Más tarde, intentando olvidar el disgusto que le había provocado a la primera piedra, me senté a leer en un banco. Un sonido repetitivo y duro me hizo levantar la vista del libro. A mis pies había otra piedra que me miraba con incredulidad y asombro.
¿Es cierto que el Coliseo está medio derruído?, me preguntó.
Yo, ante esa voz de lamento levanté trabajosamente a la piedra y la senté en el banco junto a mí. Empecé a explicarle que el Coliseo no estaba en ruinas, sino que algunas piedras habían preferido tomarse unas vacaciones y que por eso faltaban partes, pero que por todo el mundo se veían piedras romanas con cámaras de fotos visitando París, tumbadas en una playa, o incluso charlando con las piedras de la Muralla China. Esta respuesta pareció gustarle y permanecimos sentadas largo tiempo en el banco mirando el paisaje en silencio.

Sólo tiempo después me percaté de que una tercera piedra se nos había unido. Miraba sonriente y parecía feliz.
¿Por qué estás tan contenta?, pregunté.
-Vengo del Coliseo y estoy de vacaciones.

Eso fue todo. Desde entonces cuando me cruzo con una piedra le guiño un ojo y le deseo un buen viaje.

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Des objets animés III
Parfois les pierres sourient.

Madeja

28 de noviembre

La memoria es una gran maraña de hilos que se anudan caprichosamente entre sí.

Al tirar de uno de ellos van saliendo trenzados recuerdos que se creían descosidos. Y un olor te lleva al sueño de una mirada, y una canción a un barco hacia Burano.

Otras veces son los hilos los que se cruzan en el camino sin previo aviso. Se reconocen fácilmente: son de color rojo y hay que recogerlos con cuidado, pueden romperse si no se les deja a ellos que nos tiren suavemente de la manga.
Suelen acomodarse en los sitios más dispares. Atados a una esquina con aroma a crêpes de nutella, o asomando a los pies de una escalera confidente de un primer te quiero.

Estos hilos, pequeñas puntadas de la memoria, pueden enredarnos y enmadejarnos como la tela de una araña. De vez en cuando hay que sortearlos y dejar para otra ocasión agacharnos a cogerlos, pero hay días que son propicios para dejarse llevar por un hilo rojo de la memoria…

y hoy es uno de ellos.
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Cajonera

“Sílbame, tú sílbame,
si te encuentras en peligro,
sílbame, tú sílbame y ya voy”


Ayer por fin vacié los cajones de la mesa que tuve en casa de mis padres. ¡Cuánta historia había allí dentro!

Del primer cajón han salido muchos papelitos con notas caducadísimas (incluso una lista de la compra de hace 6 años… los alimentos ahora estarían criando gusanos; no, ni siquiera), entradas de cine, caramelos de manzana con sabor a mediodías en tren, papeles de colores y texturas rugosas, algún carrete de diapositivas sin usar y cartas y postales que todavía no he querido releer.

El segundo cajón es al que tengo más cariño. Para entenderlo habría que explicar que esa mesa estuvo antes en otra casa donde yo compartía cuarto con mi hermano. El segundo cajón, el del medio (puesto que sólo son tres), estaba reservado para mí. No sé qué cosas metería en aquella época, pero el hecho es que cada uno tenía su espacio y ese, el correspondiente a mi estatura, era el mío.
Para marcar la propiedad (en esos años un cajón propio era como conquistar todo un continente al que había que clavar una bandera) mi hermano y yo pegamos unas pegatinas en los tiradores. Era la época en que los bollos y el pan de molde traía cromos y pegatinas de regalo. Mi segundo cajón desde entonces quedó marcado con una Romy gatuna así como el de mi hermano tomó la estampa leonina de Willy Fogg. Esos cajones fueron acogiendo recuerdos de vueltas al mundo imaginarias en algo más de 80 días.
Hoy seguía allí mi Romy, algo descolorida y arrugada, sonriendo desde su puesto de vigía, guardando ocho cuadernos. Dos de ellos tamaño folio y de tapas lisas, tres con formato A5 (dos regalados y uno comprado), y otros tres tamaño cuartilla: uno viene con pequeñas ilustraciones y frases de Shakespeare en cada hoja, otro es de papel reciclado y el tercero, que es el más fino de todos, tiene en la portada la reproducción de un cuadro de Hendrick Avercamp y el interior sigue tan blanco como el hielo sobre el que patinan sus personajes.

Tres de estos ocho cuadernos siguen esperando su momento, soñando cuál será su primera frase o dibujo. Los otros cinco, cajones también a su manera, contienen una amalgama de piezas sueltas, apuntes de Filología hispánica, dibujos y apuntes rápidos, una lista de palabras que me gustan aunque acurrucarse no aparezca, fragmentos de libros y poemas, intentos fallidos de textos propios que no recordaba haber escrito y que he releído con una mezcla de vergüenza y extrañamiento, la receta de la tarta de manzana de mi abuela (precalentar el horno a 180º) y los posibles nombres para una gatita que llegó en aquella época, (un catorce de noviembre, para ser exactos).

El último cajón, el tercero y más cercano al suelo, es el menos honroso. Estaba reservado a papeles viejos y recortes de prensa; folios desechados en los que solo una de las caras estaba usada y que yo rescataba del olvido para darles una nueva oportunidad tomando notas o dibujando por su revés. De ahí salieron parejas estrambóticas, uniones de textos viejos revividos por la interpretación que desde la otra cara, como dibujo o nuevo texto, se les daba. Quizá sea al revés y éste sea el más honroso de los tres cajones, al menos el más solidario y considerado.

En unas semanas la mesa, con su cajonera y su Romy fiel, se va de viaje; van a conocer el mundo que ya han visto en su interior, a recorrer una larga distancia para acoger otros cuadernos, caramelos y postales. Pero mi Romy seguirá ahí, vigilando mis recuerdos y mi historia en barco, en elefante, en tren.
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Erotismo

Este viaje he descubierto a Bernini. Más bien debería decir que lo he redescubierto, porque conocerlo lo conocía, pero en estos días he tropezado con sus obras, me lo he encontrado en cada esquina, entre pizzerias y tiendas de ropa -porque Roma, además de Berninis que alimentan la vista, tiene que subsistir con otro tipo de alimento-. Estos días he paseado por sus espacios en contradicción: de adentro afuera, en interiores hechos plazas y plazas como grandes salones, con curvas esquizofrénicas y rectas con doble personalidad, pero sobre todo he paseado la mirada por sus esculturas.

Con la intención de disfrutar un poco más de del mármol cálido de Bernini fui al Museo Borgese, un lujoso palacio en medio de un parque que lleva su nombre (Borgese, no Bernini), donde viven en su eterna postura varias de sus joyas (de Bernini, no de Borgese).

La primera sorpresa (y no de las buenas) es que en el museo Borgese no dejan hacer fotos. Entiendo que fotos con flash no dejen hacer, pero el prohibir introducir la cámara para buscar los propios encuadres, las interpretaciones personales al margen de las estereotipadas postales, hizo que comenzase la visita con el gesto torcido. Un gesto parecido al que asomaba por la boca del David de Bernini, que apretando los labios y con el ceño fruncido, parecía solidarizarse con mi silenciosa protesta.

Observando el David lo primero que me impresionó fue la virguería técnica, la precisión de las formas, el tratamiento de las texturas… Pero dos salas más allá me esperaba lo mejor: la piedra hecha carne, el erotismo al alcance de los dedos. La fuerza y la sensualidad del encuentro, dos cuerpos unidos en un gesto violento y tierno al mismo tiempo: Plutón hundiendo las yemas de sus dedos en el muslo de una Proserpina asustada y leve.

Y allí, parada ante esas sensaciones, deseando tener mi cámara para capturar ese momento, lo único que me quedaba era mi cuardernito y un mínimo lápiz con el que garabatear lo que veía. De pie, incómoda por alguna mirada extraña que se rezagaba en mi hoja, hice una miseria de dibujo que ni siquiera di por terminado avergonzada por la imposibilidad de representar todo aquello.

En internet, cómo no, he encontrado fotos de esa mano vigorosa, algunas son oficiales y otras muchas vienen de cámaras ladronas que se adentraron en aquella sala para retener ese momento apresado desde hace siglos en el mármol. Una de ellas es la que pongo para ilustrar este post.

Proserpina, que viene del latín proserpere, ‘emerger’, está ahora mismo en una sala recargada en un Parque romano, brotando eternamente entre los brazos de Plutón.
Yo, con mi mirada como única cámara, me he quedado allí también atrapada en las raíces que me enredaron en su mármol.

erotismo

Desconcentrada

No me acostumbro a escribir en este sitio aséptico e impersonal que es el cibercafé. Ahí fuera pasan coches y motos (aunque en ninguna veo a Audrey Hepburn y Gregory Peck) que cruzan por delante de una fuente de Bernini de formas gelatinosas y resbaladizas recreando un pequeño océano en el centro de la plaza.

Aquí dentro suena una música que me aisla del rítmico sonido del agua del Tritone y del bullicio propio de estas horas en que la gente (muchos turistas y algún romano) regresa a casa, aprovecha para hacer alguna compra, o charla por su “telefonino”.

Para escribir necesito mi lugar. Un sitio más íntimo y donde desviar la mirada para pensar. Aquí, si entretengo la mirada, no veo más que otras tantas pantallas como la mía, la mayoría esperando a ser observadas, colgadas de un panel de madera clara y como únicos compañeros un teclado sin “eñe” y un ratón que por lo achacoso que está quizá sea contemporáneo de la fuente de ahí fuera.

Pasado mañana volveré a mi rincón, pondré estos últimos posts en orden porque vuelven un poco arrugados de estar en la maleta y ya no veré cómo los turistas al regresar a sus hoteles dan el relevo a todos los gatos que por la noche, en la quietud de los foros, se convierten en los dioses de la ciudad.

Mar

“El dormir es como un puente
que va del hoy al mañana.
Por debajo, como un sueño,
pasa el agua, pasa el alma.”Juan Ramón Jiménez (La noche)

Me gusta dormir porque sueño.

Tengo algunos sueños recurrentes, con variaciones, pero que en lo esencial se repiten. Uno de ellos es el mar. Esta noche he visto cómo un mar calmo crecía hasta alcanzar el nivel de mi ventana. Era cálido, denso y nada aterrador. Subía la marea, como quien llena una bañera, y todo subía con ella. No recuerdo qué había en el mar, personas o barcos, o armarios y pianos, pero todo aquello aceptaba su elevación junto a la ascensión de la superficie marina como si nada extraño estuviera sucediendo. Recuerdo haber pensado, una foto estaría genial ahora, así que he llegado a la conclusión de que soy turista en mis propios sueños.

Lo curioso de estos sueños marinos es que yo siempre observo desde la playa o la distancia, son mares para observar, con olas congeladas en su momento más violento formando cuevas de agua, o playas donde las piedras son cristales de colores brillantes y que con cada ola se renuevan.

Hace algún tiempo soñé con una playa llena de muebles, espejos, lámparas y sillas repartidos por la arena. Y yo iba rodeándolos, sin sorpresa, intentando seguir un recorrido lógico en mi paseo por la playa, tomando todo aquello como si rocas puestas aleatoriamente me hicieran serpentear por aquel trastero inmenso y sin paredes.

Mis sueños, como el mar, son eternamente cíclicos.

Cajas

En las cajas se puede encontrar de todo.

Hubo una época en que los domingos lo primero que hacía al entrar en cierto salón antiguo, de esos más pensados para las visitas que para acoger tardes de pereza, era recorrerlo abriendo una a una todas las cajitas que encontraba repartidas por las estanterías. Esta rutina tenía una razón de ser. En una de esas cajas, cada domingo en una diferente, encontraba una sorpresa reservada para mí. Esta tradición que no sé cuánto duraría, probablemente solo unos meses aunque para mí es como si hubiera sucedido desde siempre, me despertó un curioso interés por lo que encierran las cajas.

Con el tiempo he comprendido que lo que más me gustaba de todo eso era el proceso, la incertidumbre y la emoción de saber que en alguna de esas cajas había un secreto, que yo pronto descubriría. Ésta no, pero quizá en la próxima caja: tampoco, estará entonces en la roja, la semana pasada fue la de los pájaros, no puede estar otra vez ahí. Y ese recorrido circular me borraba el salón, que entonces no tenía techo, ni suelo, ni libros, solo cajas de diferentes tamaños, formas y colores, con tesoros escondidos susurrando: estoy aquí.

Todavía hoy cuando voy de visita a alguna casa me entran tentaciones de ir abriendo las cajas que me encuentro, para ver en cuál de ellas podría estar aguardándome un secreto. Pero no me atrevo, tan solo paseo mi mirada con la esperanza de oir un susurro que me diga: estoy aquí.

El castillo del silencio

El camino al Castillo del silencio hay que recorrerlo con paso certero. Nada que lo pueda despertar de su eterna ensoñación debe crujir bajo tus pies. Tu respiración ha de ser medida, con aliento sordo y pausado ritmo.

No te preocupes, la puerta se abrirá a tu paso cuando llegues. Pero una vez dentro…

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Cuaderno

Era el otoño de 1298 cuando Marco Polo, apresado en una cárcel genovesa, narraba sus increíbles viajes por Oriente a un doblemente cautivado oyente, el escritor Rustichello de Pisa.
En el tiempo que pasaron juntos, Rustichello fue recopilando las notas tomadas por Marco Polo, transcribiendo y adornando sus historias en un ajado cuaderno de cuero que ataba con esmero sabiéndose poseedor de maravillosos secretos nunca antes desvelados.
Ayer yo recibí un cuaderno, también de cuero, con una larga tira de piel que lo abraza y mi nombre en la cubierta. Es una réplica, según me han contado, de aquel otro cuaderno que desde hace más de 700 años guarda historias de oro, piedras preciosas y grandes emperadores de exóticos países.
Hoy, por fin, lo he estrenado.

Cuaderno

Cuaderno

Cuaderno

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